28 noviembre 2007

Jubilación

Alejandro Dumas tenía cuarenta y dos años cuando se subió a un tren por primera vez. A pesar de su avanzada edad, para el baremo utilizado por una sociedad que deja de ser joven pasados los veintidós, contaba con un innegable atractivo, amén del nombre de un famoso escritor francés.
No mucha gente sabía que, por poco, se había salvado de ser bautizado como Conde de Montecristo, pues ese era el libro favorito de su madre. Sin embargo, Jorge Fernández, el padre de Alejandro Dumas, no consintió que su hijo portase el nombre de una marca de cigarros puros, así que, una vez en el registro y con el ya mencionado libro en la mano para recordar bien la onomástica elegida por Eulalia Dolores López para su primogénito, se encaró al juez de pelo cano y claros signos de alcoholemia en sus mejillas y, a la temida pregunta: “¿cuál es el nombre del niño?” Respondió: Alejando Dumas. Pese a su peculiar identidad, su vida no fue excepcional. Durante el Bachiller descubrieron que era alérgico a los renacuajos, besó a su primera chica a los dieciséis y perdió la virginidad a los veinte. Poco después el espectro de color perdió la razón y los grises quisieron encarcelarlo por rojo. Aunque eso nunca llegó a ocurrir. En lugar de ir a prisión aceptó la oferta de un extraño, una oferta que, de todos modos, no podía rechazar.
Corría el año de Nuestro Señor 1972 cuando Alejandro Dumas Fernández López nació como una nueva persona. Su nuevo patrón le permitió viajar por toda la geografía española siempre que quiso. La empresa tenía sucursales por todo el país, pero curiosamente no eran ni Madrid ni Barcelona los puntos claves del emporio para el que trabajaba, sino Segovia y un diminuto pueblo de pescadores en la más que pintoresca Costa da Morte gallega llamado Combarro. Al jefe, Don Cojuel, no le gustaban las grandes ciudades. Solía decir que la gente que las habita posee el espíritu débil y la razón nublada a causa del dinero, y que sus miedo superan las ansias del alma inmortal, demasiado cansada para librar batalla contra los pecaminosos anhelos del cuerpo.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar precisamente en aquel tren. Yo lo había cogido en Chamartín, en la estación de un Madrid que olvidaba la razón del toque a muerto de las campanas en Jueves Santo. Él se subió a nuestro paso por León. Los dos ocupábamos el mismo compartimiento en el vagón de cola de un destartalado tren Estrella. Tras las consabidas miradas curiosas por su parte a mi revista de decoración y mis rodillas desnudas, y por la mía a su periódico y su bien construido pecho, nos decidimos a entablar una tímida y ligeramente fática conversación.

Al llegar a Santiago nos despedimos apresuradamente, él debía continuar su viaje hasta Combarro, donde esperaba obtener todos los papeles pertinentes para su jubilación no más tarde del sábado, y yo pasaría el resto de la Semana Santa en la capital gallega, con mi hermano Miguel. En realidad fueron más de cuatro días los que permanecí en el Campo de la Estrella. Las viejas piedras plagadas de gotas de lluvia deseaban aprender mi nombre y yo pronto entendí que no quería otra cosa más que compartirlo con el suyo. Miguel dijo que me ayudaría a encontrar trabajo con él, los días pasaban y los cielos encapotados de la ciudad del Apóstol pronto dejaron de molestarme para ofrecerme una indescriptible tranquilidad tan sólo comparable a la tan desconocida sensación de estar en paz consigo mismo.
En vísperas de las fiestas del patrón, firmaba yo un contrato del alquiler que me vincularía durante los próximos cinco años a un pequeño chalet en las afueras de la ciudad, en el ayuntamiento de Ames. Una pequeña casa de dos pisos, patio y jardín frente al magnánimo monstruo de piedra de “Casa Da Olivia”. Huelga decir que la tal Olivia jamás había existido o, si lo había hecho, jamás se había relacionado con las dueñas de la casa rural.

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