10 octubre 2009

Menú del día



La comida estaba bien, muy bien. Pero Lara, realmente, iba por la música y por Lucio. Al principio era sólo una minúscula obsesión, su pelo le recordaba al de aquel profesor con el que todas las niñas fantaseaban, Jorge. Jorge había llegado a su instituto poco después de acaba filología inglesa y, a sus ojos de quinceañeras, era el hombre más guapo y el eterno caballero. De todos modos lo de Lucio era diferente.
Es posible que parte de la magia residiese en ese extraño cariz de sensualidad que implica que un hombre le sirviera la comida con una sonrisa amable. Quizá tan sólo necesitaba sentir que alguien cuidaba de ella, aunque fuese por el breve período de un mediodía a la semana, postre o café incluido. ¡Y qué cafés! Negros, calientes y suaves, con fuerza pero sin regusto a partículas de humo fruto de la premura, sin forzar la cafetera, tomándose su tiempo para que el agua se tiñese de aroma y sabor en el momento preciso. A escondidas en algún ricón de privado de su mente, lo imaginaba acariciando los esbeltos pocillos de asa de metal al tiempo que sus pies, escondidos en all-star negras, danzaban al ritmo de Mrs Robinson, Sweet Jane o Californication. Poco a poco los sacaba del lavavajillas industrial para apilarlos sobre la cafetera de vapor, ordenándolos como si fuesen las luces art-decó de un ecualizador modernista. Cuando acababa, siempre miraba hacia su mesa y sonreía, presto a colgarse el paño anaranjado del hombro y encaminarse hacia ella para retirar los restos del plato principal y ofrecerle el postre del menú del día, a menudo de la mano Johny Cash y sus jinetes fantasmas.
Nunca esperaba a que le devolviese el cambio. Cuando dejaba el billete de diez euros sobre la mesa ya se habría puesto su abrigo, las gafas de sol y recogido su bolso. Back in Black era su beso de despedida, un suspiro al cerrar la puerta y un euro cincuenta guardado, como tantos otros, en un bote de mermelada de frambuesa.

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