13 enero 2007

Aimé: capítulo uno (parte)

El gatonejo se paseaba entre las piernas de Aimé, moviendo su naricilla naranja en un frenesí armónico y ligeramente desacompasado que pretendía marcar el ritmo de un ronroneo fallido.

-Eh, eh! Yo no te he dicho que hagas eso. En fin...

Aimé comenzaba a estar cansado, y el día no hacía más que empezar. Cansancio, últimamente era en lo único en lo que podía pensar. Además, él estaba de vacaciones. Todavía tenía una larga semana de vacaciones.

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Lancelot refunfuñaba cada vez que tenían que salir de casa. En los primeros años de su relación a Isobell no le importaba llevarlo de la mano e incluso enseñárselo a sus amistades, pero ahora se avergonzaba de él. Estaba seguro. Si bien la sociabilidad de los primeros años se le antojaba el epítome del paraíso, su vida actual no era demasiado mala. Isobell y él compartían un pequeño apartamento en la zona sur de la ciudad. Tenía dos habitaciones, un salón pequeño pero acogedor y una minúscula cocina. La habitación que no usaban estaba repleta de estanterías y trofeos que Isobell encontraba tirados en los parques o abandonados junto a los contenedores de basura. Su compañera de juegos los traía a casa, los limpiaba cuidadosamente y los dejaba en la repisa de la ventana o al pie de esta, si resultaban muy grandes, para que el sol de la mañana les devolviese las fuerzas perdidas. Allí permanecían durante días, semanas e incluso meses hasta que la promesa de un nuevo juguete se apoderaba de la mente de la muchacha, normalmente en una tarde de jueves.

Los jueves eran especiales para Isobell porque era el único día de la semana que sabía que no tendría que ir a trabajar. De ese modo procuraba levantarse temprano, muy temprano, para hacerse una enorme taza de leche con chocolate y tomársela junto a Lancelot, disfrutando de los primeros dibujos animados del día. A la hora del telediario el osito apagaba la televisión valiéndose del mando a distancia y ambos regresaban a la calidez de las sábanas de felpa, Allí permanecerían el resto de la mañana tras haber improvisado un fuerte con sábanas, almohadas y cojines que los defendería de las incansables tropas indias deseosas de hacerse con su oro.

-¿Con nuestro oro?- Preguntó Isobell -¿Qué somos, Juan Cortés?

Lancelot resopló y bajó de un salto del cabecero de pino a la cama, para encararse con ella.

-Muy bien, señorita sabelotodo. Si no quieren oro, ¿por qué nos atacan? – increpó, aderezando cada una de sus palabras con un golpe al aire de su rifle de plástico.

-Para que abandonemos sus tierras y puedan, por fin, enterrar el cuerpo del hombre-medicina que cayó muerto hará un par de días tras uno de nuestros ataques.

El peluche convertido a soldado americano pareció meditarlo durante un largo rato.

-¿Sobre-de-manzanilla-caducado?

Isobell asintió con tanta energía que la gorra de plato rusa que hacía las veces de visera del ejército salió proyectada hacia las filas enemigas.

-¿No jugábamos a los indios nosotros la semana pasada?

-Sí- contestó Isobell.

Lancelot se sentó sobre uno de os mullidos muros del fuerte.

-¿Cómo dejamos que le diesen al chamán?

-Bueeeeno. Nuestro jefe, Listo-como-águila-rápido-como-serpiente, quería ver el combate de Pressing Catch – sentenció ella con tono acusatorio.

Ofendido por el cariz que estaban tomando las cosas, Lancelot decidió batirse en retirada.

-Era un farsante, los dioses no estaban de su parte – Alzando el arma sobre su cabeza arengó a sus tropas al vislumbrar el arma secreta de los indios, una bestia sin igual cuya invocación requería actos de canibalismo, profundos conocimientos del mundo mágico y espiritual y una dieta estricta a base de coles de Bruselas y remolacha. Sólo un hombre engendrado por el odio de los dioses en el vientre de una mujer muda y albina tenía el poder suficiente para llamar y controlar a la criatura. Desde luego, el sustituto de Sobre-de-manzanilla-caducado, era un ser poderoso. Lo suficientemente poderoso como para traer al monstruo que los americanos conocían con el nombre de Pishi.

Aimé se preguntaba esa mañana dónde había dejado las llaves. No estaban en el cajón de la cocina, ni en la mesita del café del salón, ni en el bolsillo de su chaqueta, ni en la lavadora, ni siquiera las había visto en el pequeño gancho junto a la puerta de la entrada donde las solía colgar al llegar.

Eso no le gustaba. No podía cerrar la puerta de casa y no podría salir a hacer su compra matutina. Mientras tanto Michelene trataba de conseguir un plato de cremosa leche de su nuevo dueño. Si el gatonejo pudiese hablar, le diría que mirase bajo la cama, pues uno de los lugares favoritos de los goblins para guardar sus tesoros es bajo la cama. Sin embargo ya poca gente cree en goblins y hadas, y las madres a menudo se afanan en hacer desaparecer las bolitas de polvo que les proporcionan cobijo y seguridad. Aimé no barría, él pasaba la aspiradora cada jueves, después de comer. Esta era una de las razones por las que Aimé nunca comía fuera de casa en jueves, pues las aspiradoras desconocidas ni le gustaban ni le ofrecían ninguna confianza. Aún así, su casa estaba infectada de goblins.

No es un hecho demasiado conocido, pero los demonios de los fae también encuentran refugio tras las estanterías de las especias. Especialmente tras las bolsas de curry.

2 comentarios:

kuching dijo...

Me alegro mucho de que la historia continúe. Sigue estando muy interesante. Pero no tengo claro si hay un salto temporal o no en la historia. Porque la línea de que Isobell ahora se averguenza de Lancelot me hace dudar. Y falta una línea de asteriscos para marcar el cambio a Aimé.

También hecho de menos los mientras tanto y referencias de lugares... Pero me gusta y saber que sabes el final me hace desear que llueva mucho.

AnnaRaven dijo...

Es que sólo es parte del capítulo uno. :D
Gracias por pasarte