26 enero 2008

EL MISTERIO DE HOTEPH I

El Doctor Hudson me mira fijamente, sus ojos son del color del Atlántico, del gris malhumorado y frío del océano. Aunque me resulta molesto reconocerlo, es una de esas personas de edad indeterminada, entre los veinte y los cincuenta, que sólo deberían existir en los cómics o en las películas. Su tez es clara y tiene el pelo muy oscuro, lo lleva ligeramente largo, de modo que el flequillo de estilo brit no deja de caerle sobre los ojos. Me mira. Me mira fijamente y yo no puedo evitar esbozar una sonrisa.
-Martha -su voz es suave y cautelosa, su tono apenas esconde el estudiado ritmo que un buen profesional ha de emplear con sus pacientes.
-Martha -repite, mientras mis ojos no permiten que los suyos se desaten de mi mirada- ¿te gusta la música?
-Parece un aria -respondo. Mis palabras parecen satisfacerle.
-Es un aria, una de tus favoritas, ¿la reconoces?
Se muerde las uñas. Nunca las trae demasiado largas y los pellejos de carne alrededor de esas planchas quitinosas suelen estar levemente ensangrentados. Vide Cor Meum, es el nombre del aria, el tenor solista no deja de repetirlo una y otra vez a lo largo de la pieza.
-No, no la reconozco.
Los dedos de uñas mordisqueadas dejan de impulsar el bolígrafo que sostenían, obligándolo a girar en remolinos sobre la falange de su pulgar, para realizar una breve anotación en su portafolio. Hoy la carpeta es roja, no verde como cuando baraja una posible mejoría en mi estado mental, ni azul como cuando prevé que mi reacción a sus preguntas será violenta.
-¿Te gusta? Es decir... -siempre escoge este momento, tras su primera anotación, para recostarse en la silla- Aunque no la reconozcas, ¿te gusta que esté puesta?
-Hmmm...
Me recuerda a una pequeña iglesia, una iglesia de paredes blancas en el corazón de Carolina del Sur. Un encantador muchacho negro, de no más de cinco años, vestido con sucios y malolientes andrajos, está sentado en las escaleras del pequeño porche que da entrada al templo, en sus manos sostiene el esqueleto seco y vacío de un enorme sapo. Como si supiese que este recuerdo no me pertenece, clava sus enormes ojos negros en los míos y aguarda a que el silencio se haga en mi mente, consciente del ruido que podrían llegar a provocar mis propios pensamientos. Su boca, seca por el calor y la deshidratación, masca lentamente una palabra que no puedo comprender.
-No, está bien. No me molesta -respondo al fin.
-¡Fantástico entonces! -sus codos se apoyan sobre la mesa, ocultando su rostro tras una máscara de carne, creada por sus dedos entrelazados a la altura de la barbilla- ¿Cómo te encuentras hoy, Martha?
-Hoy... hoy me encuentro bien. Creo que hace un poco de frío en mi habitación, pero a pesar de todo he conseguido dormir durante gran parte de la noche.
La respuesta parece complacerle mientras se regodea en otra anotación en esa maldita carpeta roja.
-Haré que suban la calefacción de tu cuarto, no te preocupes. Entonces, ¿nada de sangre cayendo del techo esta mañana?
Sonrío, esta mañana la lluvia roja se deslizaba perezosa por el cristal de mi ventana, del color de los rubíes y de las rosas en verano.
-No, nada de sangre -sonrío- No sé qué me llevó a pensar que era realidad. Supongo que no era más que una pesadilla -sonrío de nuevo, mirando esta vez a través de la ventana. El jardín del psiquiátrico es precioso, demasiado pacífico como para formar parte del mundo real.
-Lo sé. No debes preocuparte, estamos aquí para cuidar de ti.
Esos ojos grises, esos ojos que me estudian y perseveran en analizar cada átomo de mi alma. Esos ojos grises me ponen enferma.
-Escucha, Martha. Sé que el rescate ha sido un episodio traumático, tanto para ti como para el Doctor Jones, pero los agentes
-¿Podemos cambiar de silla?- interrumpo.
-¿Disculpa?
-Tu silla. Es más cómoda que la mía. En la universidad siempre soy yo la que está del otro lado, no me gusta estar aquí. ¿Podemos cambiar?
Poco a poco mi mirada vuelve a buscar la suya, la del águila que estudia cada movimiento de su presa.
-Er... por supuesto. Como iba diciendo -continua mientras se levanta y el hilo musical de su despacho comienza a desgranar El Danubio Azul- Los agentes MacHardy y Delaine me han pedido que hable contigo de los incidentes de la expedición. Como bien sabes, todavía se desconoce el paradero de tres de tus colegas, el Doctor Jeremiah Baxter, la señorita Helen Duvois y el director general del Museo del Cairo, Ahmed Al´Malek.
Su silla es cómoda, de cuero negro suave y brillante. Ahora soy yo la que puede mirarlo por encima de mi hombro, pese a sus anotaciones y su meloso tono paternalista.
-Sería de mucha ayuda que me contases todo lo que recuerdes, cualquier cosa podría ser la pieza que falta en el rompecabezas para encontrarlos y salvar sus vidas.
Sus vidas. Lo dice como si sus vidas tuviesen algún valor. Siento ganas de vomitar. Como cuando era niña, dejo que las imperfecciones de mi cuerpo se adormezcan al son de los arpegios de la música de cámara y respiro honda y profundamente.
-Aterrizamos en el aeropuerto de El Cairo el doce de Agosto. El Doctor Baxter y su mujer, Helen, habían volado desde Los Ángeles a Londres, el Doctor Jones nos esperaba en El Cairo, junto con Ahmed. Nunca imaginé que en Egipto haría tanto frío. Nada más bajar del avión, el Doctor Jones se acercó a mí, dijo que me había reconocido de mi ponencia en la Conferencia Internacional Europea de Arqueología del 2005: La pirámide del Faraón Negro, El Misterio de Hoteph.

(...)

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