29 enero 2008

Jazz Maynard - descartado-

Lo bueno de los relatos sobre personajes que te gustan es que puedes perderte en ese mundo que te cautivaba mientras recorrías con ellos las calles de una ciudad polvorienta, o salvavas a la dama en apuros o viajabas a través del espacio.
Por eso me propuse, modestamente, homenajear a uno de mis personajes de cómic favoritos. Este es el comienzo de homenaje que fue descartado. Yo no sé cómo es Jazz y no me parece justo meterme en su piel, así que... a la pila de descartes.

(Imagen: Patrick Fodéré)

Hacía apenas unos meses que había llegado a la tierra de los sueños y las mil oportunidades, lo suficiente como para haberme hecho con un par de billetes de los grandes por romperle los dientes a un fan de Johnny Walker con problemas sentimentales demasiado jóvenes par alas leyes de cualquier estado. Un bastardo enfermo que no merecía ni el aire que todavía seguía respirando. Tiempo suficiente para sentirme un atrevido forastero que todavía no se ha hecho demasiados enemigos. Ni que decir tiene que mi situación estaba a punto de cambiar.

Sergei Selivanov era un hombre corriente, el hecho de que su tutelaje estuviese a punto de decantar la balanza hacia el lado ruso de la mafia de la Costa Oeste del país, era el único dato que no encontraríais en su biografía y, probablemente, el único cierto. Productor de películas porno o Capo di tutti capi del clan de los Selivanov, me había citado en un pequeño tugurio de Nueva Orleáns y yo, como no iba a dejar que la posible amenaza de que un pequeño ejército de europeos del este quisiera erradicarme del mapa, si la jodía, me acojonase, decidí acudir a la cita.

Parecían sacados de una película de Orson Wells. Todos vestían trajes oscuros, de raya diplomática y esperaban sentados en la única mesa, al fondo del local, desde la que se podía ver, a la vez, la puerta principal y la de servicio. La camarera apenas tendría dieciséis, pero su ropa le quedaría pequeña a una cría de ocho. Junto a la puerta de los lavabos, un armario de pelo cepillo miraba de reojo hacia las suelas de mis zapatos, maldisimulando una llamada telefónica. Selivanov estaba sentado, inclinado sobre una pequeña lámpara de mesa, con los dedos ligeramente entrelazados. A su derecha, un chaval enjuto y nervioso, con rostro lobuno, se entretenía haciendo rodar un dólar de plata sobre sus nudillos. El marcado bulto sobre su costado izquierdo, bajo la chaqueta cruzada, revelaba que no se alegraba mucho de verme. Más concretamente, podría decirse que la longitud de su excitación por ver mi cara de macarra era del tamaño exacto de una Tula Tokarev. Una reliquia de los tiempos de la guerra fría. O mucho me equivocaba o el señor lobuno había sido uno de los últimos alumnos del KGB, probablemente uno de los aventajados: con poder y contactos suficientes como para haber escapado al emporio del joven Putin. A la izquierda de mi futuro jefe una rubia de las que quitan la respiración repasaba el perfecto rosa de sus labios. Piernas largas, tacones de aguja y una falda hasta la mitad de la pantorrilla con una abertura a través de la que asomaba su carísimo liguero de encaje. Sin ropa interior. Estaba a punto de festejarme la vista sobre sus pechos de silicona aprisionadas bajo la blusa blanca cuando Selivanov se levantó, dirigiendo su voz hacia mí.

-El señor Jazz Maynard. Puntual, muy puntual. El cuidado por el detalle es una virtud muy poco común en estos tiempos.

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