09 junio 2009

Pescador de hombres II

Lo habíamos intentado todo. Al principio creíamos que era una cuestión estadística, al fin y al cabo hay parejas a las que les cuesta concebir. Cuando llevábamos once meses intentando que Diana se quedase embarazada sin éxito alguno, uno de nuestros amigos nos recomendó pedir una cita en una de estas, tan famosas, clínicas de asistencia médica a la fertilidad de la pareja. El dinero no era el problema, no es que nadásemos en la abundancia pero cinco años de monótono matrimonio y sin hijos hacían que dispusiéramos de una suculenta cantidad de vil metal para invertir en la creación de nuestro primogénito.
Durante casi un años nos sometimos a análisis de todo tipo, a preguntas de toda índole y seguimientos de todas duraciones. Nada. Nada parecía funcionar, nada parecía ir mal pero todo parecía resquebrajarse para convertir nuestra sólida vida acomodada en un sórdido paraje de ruinas carcomidas por la amargura.
Ella insistía en que continuásemos. A los dos años de inyecciones, hormonas y falsas esperanzas nuestra cuenta bancaria no era la única que empezaba a engendrar un intenso, constante y burlón vacío. Creí que el día en el que la había obligado a escoger entre seguir viviendo en un engaño o salvar nuestro matrimonio había sido el peor día de mi vida. En aquel momento no conseguía imaginarme lo equivocado que estaba, ni lo que todavía habría de venir. Lo recuerdo con total claridad. Ella salía de la ducha, yo la esperaba sentando en la cama. Se deshacía en lágrimas. Mientras la miraba podía imaginar el dolor de su llanto en el abdomen, desgarrando sus intestinos, recordándole una vez más la soledad de su vientre. También recuerdo sus palabras, el odio, el desprecio, la ira. Palabras que jamás reproduciré. Así como el amanecer de un nuevo día despuntando tras el horizonte, trayendo con su luz la cordura a la mujer que nunca había dejado de amar. Sus labios, secos y salados, ajados por la erosión de sus lágrimas, esbozaban con dolor infinito una sonrisa de amarga aceptación.
-Está bien –dijo por fin su voz, no la voz de la locura que había cabalgado su mente durante los últimos meses, los últimos años.
-Está bien, lo dejaremos. Todavía tenemos muchos años por vivir, es mejor que intentemos vivirlos lo mejor que podamos.
La besé. La besé con una pasión que creía olvidada tiempo atrás, con un deseo que se me hacía extraño. La besé con la furia de mil sátiros, con el temor de un adolescente, con la alegría con la que había buscado sus labios en nuestra noche de bodas. Fue nuestro mejor beso, nuestro mejor momento.

Poco a poco todo parecía volver a su cauce. Diana sonreía de nuevo, tenía sueños e ilusiones, incluso volvíamos a hablar y hacer planes juntos. En una de nuestras renovadas tradiciones de cenar con los amigos conocimos a Auria. Auria había comenzado a una relación con Javier, uno de los mejores amigos de la infancia de Diana. Era restauradora, estaban en la ciudad con un proyecto del estado, de recuperación de tallas de tradición pagana disimulados con atributos católicos en las capillas, iglesias y catedrales del país. Su trabajo actual la había llevado a Galicia, a un pequeño pueblo costero en la ría de Vigo. Javier y ella irían a visitarlo en verano. Casi inmediatamente, mi mujer, decidió que quería ir. No dudé de sus razones, quizá fuese un error de hombre enamorado que quiso ver su capricho como un signo de su recuperación.
Si tuve alguna duda, mis temores se disiparon al llegar al pueblo en cuestión. Lejos de encontrarme con el reducto bárbaro y de casa de piedra sin las más básicas comodidades que esperaba encontrarme, nos vimos alojados en una agradable pensión familiar. El caserón databa del siglo XVIII. Al parecer había pertenecido a un rico lugareño que había amasado una considerable fortuna como comerciante pero que, lamentablemente, jamás consintió en tener hijos, cediendo todas sus posesiones a sus sobrinos, parientes muy lejanos de los actuales dueños de la fonda. Auria y Javier habían escogido una enorme habitación-apartamento en la planta bajo donde, como nos había explicado Noelia, antaño vivían las bestias de la casa. Lejos quedaban esos tiempos ahora que la exquisita decoración de los establos los asemejaba más a un apartamento de lujo que al lugar de reposo de vacas y caballos. Diana y yo preferimos la habitación del torreón. Se trataba de una comodísima estancia con una cama doble, un sofá y una inmensa terraza desde la que se podía disfrutar de una vista privilegiada de la playa y el Atlántico, salvaje, frío y desafiante.
Los primeros días no fueron más que un sueño hecho realidad. Días de sol y playa, tardes de deliciosa comida y charlas intrascendentes y noches de húmeda pasión. No fue hasta pasada una semana cuando las cosas comenzaron a torcerse. Diana estaba desayunando en el rústico comedor del Pazo de Naceira, el tiempo había empeorado y ella no dejaba de mirar hacia el océano abierto a sus pies. Sus ojos parecían tristes, cuando le pedí que se uniese a Áurea, Javier y a mí en un paseo hasta la parroquia colindante se negó, diciendo que no se encontraba demasiado bien y que prefería pasar el día con Noelia, ya que se había ofrecido a enseñarle a ganchillar esa puntilla tan bonita que adornaba las cortinas de lino de la habitación.
Dejándola absorta en la labor, mis amigos y yo partimos hacia la capilla de San Pedro da Cova .Pese a que el tiempo había empeorado, la bajada de temperaturas nos beneficiaba en nuestra empresa. La capilla se encontraba a unos ocho kilómetros de la villa, la mayoría recorridos en un tramo de terreno llano y poco accidentado, con unas vistas de la ría absolutamente sobrecogedoras. El único accidente geográfico digno de mención era una pequeña colina, creo que de forma casi perfectamente circular, de una extensión aproximada de dos kilómetros cuadrados a la que los lugareños llamaban O Castro y cuya simetría y perfección hacía pensar que habían sido las manos del hombre y no las intenciones de la naturaleza las que la habían creado.
San Pedro da Cova resultó ser una construcción mucho más espectacular de lo que había imaginado. Si la colina parecía haber sido creada por el hombre, este lugar parecía haber sido creado por el mar. Excavado en roca viva, la nave central era un enorme túnel al que la luz llegaba a través de cientos de fisuras en los laterales de la estancia. A cada lado dos enormes ventanales habían sido cincelados con la mayor de las maestrías, exhibiendo delicadas vidrieras que, en tonos azules, representaban varias escenas del Pescador de Hombres, siempre rodeado de una cohorte de fieles, a sus pies. La representación religiosa no era muy distinta a las que había estudiado con mi mirada, en tantas ocasiones, durante las interminables liturgias a las que mi madre, en el seno de mi infancia, insistía en que asistiese. Sin embargo había algo distinto, algo diferente a las que yo recordaba. No fue hasta pasados unos meses, una vez de vuelta en Madrid, cuando finalmente me percaté de la rareza de las representaciones pero hablar de eso, en este punto de mi historia, no haría más que entorpecer la narración de los acontecimientos. Amén de las vidrieras, las nave principal estaba rodeada, casi guardada, por dos series de seis hornacinas de piedra caliza, en las que reposaban imágenes de excepcional belleza y sencillez. Al Norte vírgenes de amplias caderas y pechos generosos, al Sur ángeles de aguerrida postura, armados con tridentes, redes y arpones. El retablo, montado como una sólida pared de piedra tallada, daba la impresión de estar sumido en las más oscuras sombras, pese a la inusual luminosidad del templo. Contaba con una figura central, un Cristo envuelto en una especie de toga que tiempo atrás podría haber sido policromado. A su derecha, en un delicado repecho de mármol, una imagen de Santa Bárbara, a su izquierda la Virgen del Carmen. Sobre ellos una estructura de triple arco ojival enmarcaba un precioso friso en el que criaturas marinas se alternaban con las más bellas manifestaciones de la flora local. Algunos restos de pintura todavía se dejaban ver sobre la piedra, en una mano, en una hoja, en el pelo del Rey de los Judíos, esculpido con un detalle y una delicadeza y precisión indescriptible…
-Impresiona, ¿verdad?
La pregunta de Áurea me hizo dar un respingo, no sólo la construcción era maravillosa sino también su acústica. La voz de la menuda restauradora sonaba amplificada, profunda y majestuosa.
-Sí, ¿de qué siglo es?
Mi voz, sin embargo, parecía ensordecerse en el interior de la nave.
Mientras Javier se afanaba en conseguir las mejores fotografías de la capilla y las imágenes, Áurea me contaba la historia del lugar. La capilla de San Pedro da Cova había fascinado a eruditos y parapsicólogos a lo largo de los años. Resultaba casi imposible saber, a ciencia cierta, el año, o incluso el siglo, al que se remontaba su construcción. Las escasas misiones arqueológicas que se había autorizado había encontrado restos de animal que se remontaban al siglo II antes de Cristo y figuras de barro encaramadas en lo más alto de la cueva de composición similar a la del terreno que configuraba la pequeña colina que acabábamos de cruzar, así como representaciones de animales poco comunes en la zona, como cocodrilos, realizadas en arcillas de composición similar a aquellas mentadas en los apócrifos que relataban la huída a Egipto del Rey de Reyes. El estilo de las tallas del retablo podía catalogarse como gótico tardío, aunque el friso era todo un misterio artístico, quizá neoclásico, asunciones imposibles ya que se trataba de una única pieza de piedra. Situado sobre el nivel de marea alta, tan sólo se cubría de agua en la noche de los solsticios, una curiosidad que los estudiosos del paganismo gustaban de ver como una clara muestra del carácter no cristiano de la construcción.

Áurea y Javier continuaron con sus notas y fotografías durante el resto del día. Yo, un tanto aburrido de la tríada de piedra, decidí volver al hotel a media tarde. El sol estaba ya bastante bajo y a lo lejos se veía como unos cuantos valientes se habían aventurado a bajar a la playa. En O Castro un grupo de cinco muchachos jugaban al fútbol bajo la atenta mirada de una mujer rubia, vestida de blanco. El más alto de ellos regateaba con el balón, dirigiéndose implacable a una portería improvisada que parecía guardar el benjamín del grupo. El gol no se hizo de esperar, vitoreado por la mayoría de los compañeros. No pude menos que sonreír al pequeñazo, triste y malhumorado por su error. Él me devolvió la mirada, sorprendido, como si hubiese visto a un fantasma. Tenía los ojos más azules que había visto en mi vida.
-¡Un home! –exclamó, señalándome sin pudor alguno.
-¡Pedro! –le reprendió la mujer de blanco. Al momento el pequeño corrigió su conducta, volviendo a fijar su atención en el balón. Ella me lanzó una mirada fría y autoritaria, era una mujer hermosa pero despertaba en mí una incomodidad a la que no estaba acostumbrado. Sin querer molestarla más decidí despedirme de ella con una inclinación de cabeza y seguí mi camino.

Esa noche me desperté sobresaltado. Mi mujer yacía a mi lado y la puerta a la terraza estaba abierta. El olor a sal infectaba toda la habitación, así como el suave murmullo de las olas, que antes se me antojaba reconfortante y ahora me parecía empalagoso y amenazador. Confuso por el calor y el repentino despertar de mis pesadillas, me encaminé a la terraza. La imagen de mi mujer, bañada en la luz de la luna y acariciada por la brisa marina me repugnó. Fue una reacción física, no podría explicarlo. Había algo en su forma de moverse, en su forma de mirar. Algo que ya no era suyo, algo que ya no era ella. Desvelado decidí salir a despejarme un poco, ante las protestas de Diana que insistía en que me quedase a su lado.
Áurea estaba en el salón, con las ventanas abiertas y el mosquitero encendido, todavía con sus vaqueros y su camiseta negra de intrépida arqueóloga.
-¿No puedes dormir?
El portátil la iluminaba con tonos azulados, mortecinos, reconfortantemente artificiales.
-No –contesté sentándome a su lado. Creo que no estoy hecho para vivir lejos de la gran ciudad. Echo de menos los atascos, las colas para el cajero y el bullicio de los sábados por la noche.
-Al menos, en el campo, tienen Internet.
Su profunda reflexión me hizo reír, poco a poco sentía como la tensión abandonaba mi cuerpo, al tiempo que ella continuaba tecleando.
-Es la capilla –continuó- La primera vez que la visité yo tampoco pude dormir, ¿sabes?
-Lo cierto es que es bastante impresionante.
-No sólo eso, como ya te imaginarás la envuelve una especie de leyenda negra. Hace años que no se celebra la liturgia en ella, desde los albores del franquismo por lo menos –su sonrisa perfecta se ensanchaba cuando hablaba de leyendas y habladurías, como si verdaderamente quisiese creérselas- En la actualidad tan sólo la emplean para bodas o para los funerales de los marineros que pierden la vida en alta mar –sus palabras eran como un bálsamo para mí, una lejana canción de cuna que me protegía del horror y las náuseas que momentos antes azotaban mi cuerpo.
-¿Sí? Bueno, pareces muy versada en la cultura popular del lugar. Deja que te sirva una copa, ¿Bourbon?
-Ginebra, gracias –respondió entre carcajadas.
-De acuerdo, pero creo que la ginebra es asquerosa. ¿Qué más historias para no dormir conoces?
Áurea no carecía de atractivo, me gustaba escucharla hablar. El alcohol hizo que le restase importancia a los mitos y leyendas que poco a poco me relataba, relegándolos a un segundo plano totalmente carente de mención. Sin embargo, un pequeño detalle en su discurso hizo que mi consciencia tomase las riendas de nuevo, alertada por la mención de mi esposa.
-¿Cómo dices?
-Diana fue la que me lo contó. Me dijo que había barajado la Capilla de San Pedro da Cova para vuestra boda pero que había cedido ante la presión de tu madre, que ella prefería que os casaseis en la ciudad.
Quizá la expresión de mi rostro reflejase mi sorpresa y disgusto ante aquella información, porque enseguida Áurea se levantaba dispuesta a ponerme otra copa.
-Te has quedado muy pálido de repente. De todos modos, ¿a dónde ha ido Diana? Parece que nadie en este hostal es capaz de dormir esta noche.
-¿Diana? Diana no ha ido a ninguna parte. Está durmiendo en nuestra habitación.
-No, no puede ser. Sólo hay una puerta de entrada y Diana bajó poco antes de que tú lo hicieras, tenía hambre y cogió una manzana de la cocina. Dijo que no podía dormir y que necesitaba tomar un poco el aire. Estoy segura de haberla visto salir, en serio.
-¡Te digo que mi mujer está durmiendo en nuestra cama! –No quería gritarle pero sus insinuaciones de magia, doble ubicación y sucesos extraños estaban dejando de ser una divertida anécdota para convertirse en una molesta superchería. Mi reacción provocó que diese un respingo. Antes de responderme respiró hondo, tratando de sonar calmada y conciliadora.
-Está bien, vayamos a tu habitación entonces, para comprobar que estoy equivocada.

Diana no estaba allí, las sábanas estaban revueltas y la puerta a la terraza permanecía abierta.
-No lo entiendo –susurré confuso y derrotado, la mano pesada y comprensiva de Áurea reposaba sobre mi hombro.
-Tus sueños te han jugado una mala pasada.
Me hubiera gustado creerla.

A la mañana siguiente un intenso olor a putrefacción y sal me agitaba las tripas trayéndome al mundo de la vigilia con una brusquedad innecesaria y desagradable. Mi esposa yacía a mi lado. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de algas secas de un putrefacto color turquesa. Sus senos, sus caderas y su cuello brillaban blancos por los restos de salitre. El olor a mar era intenso, húmedo y oscuro, si oscura puede llegar a ser una esencia. Su cuerpo, antaño perfecto, había cambiado. No era tan sólo el tamaño de sus pechos o la sombra de sus pezones, sino su vientre, hinchado en una suave curva que recordaba a una mujer en estado de gestación, probablemente en su tercer mes. Era imposible y, sin embargo, real. Permanecí observándola durante horas, mientras dormía, esperando a despertar de nuevo de esta pesadilla, sin querer aceptar que lamentablemente no había nada de lo que despertar.
Abandonamos el hotel al día siguiente. Durante todo el trayecto no podía dejar de mirar el vientre abultado de Diana y sus manos apoyadas sobre él, de un modo cariñoso y protector. Esperaba no estar en lo cierto pero seis meses después, Diana daba a luz a un pequeño niño, demasiado grande y desarrollado para ser seismesino, en la clínica de Santa María Auxiliadora. Ella escogió el nombre. Juan.
Seis meses dan para mucho, para más de lo que os podéis imaginar. Seis meses hacen que el tupido velo tejido por el bourbon se disipe y recuerde una de las leyendas que Áurea me contó aquella fatídica noche. La leyenda de la novena, una historia que me hizo reír de buena gana incluso la primera vez que la escuché, cuando mi esposa, desesperada por la ineficacia de los métodos científicos, decidía recurrir a charlatanes y curanderos. La historia en la que bastaba un baño en una de las playas de un pueblo del norte, en un pueblo mágico y peculiar, para restablecer las propiedades fértiles de la mujer. Un baño nocturno de nueve olas, bajo la luz de la luna llena, y la mujer amanecería encinta. ¡Irónico que la sabiduría popular no mencionase nada acerca del padre de la criatura! Del hombre, padre putativo, que tendrá que alimentar a un engendro de ojos profundos, de un azul férreo e imposible.
Mis investigaciones, antes casuales y ahora la única cuerda que me mantiene aferrado a la realidad, como una obsesión que permite que mi corazón siga latiendo, me llevan a reparar en la intrigante falta de hombres maduros del lugar, en la reacción del pequeño Pedro al descubrirme paseando en O Castro. Nos creemos protegidos en nuestra sociedad de ciencia y progreso y no hacemos más que vendarnos los ojos con falsas seguridades que nos dejan expuestos, empujándonos hacia las inclementes garras del demonio. En mis momentos de soledad, paseando con el hijo de mi mujer por las avenidas del Retiro, me pregunto si aquellos muchachos, los hijos del mar, serían vástagos como la criatura que empujo con mis manos y no huérfanos de pescadores entregados al más caprichoso y mortal de los patrones.
Lo más extraño ha pasado todavía hoy. Mientras deambulábamos a la sombra de los almendros un indigente se me ha echado encima. Su piel estaba muy pálida y su aliento, lejos de apestar a alcohol, hedía a mar. Bajo la gastada gabardina marrón oscura llevaba un pijama verde de hospital. Antes de que la policía me lo sacase de encima me susurró que tuviese cuidado, que el Pescador de Hombres vendría a por mí y su retoño. Mientras se lo llevaban sus ojos, vidrioso, cubiertos de lágrimas, ojos que parecían haber presenciado los más oscuros horrores, no dejaban de mirarme.
No sé qué haré. He visto lo suficiente como para que sus palabras hagan mella en mi espíritu, pero finalmente hemos conseguido ser una familia. Si Juan crece fuerte y sano nunca sabrá que yo no soy su padre, pero, si he de ser sincero, a veces lo miro y temo por lo que pueda llegar a convertirse. Incluso ahora, al tiempo que dejo constancia de mis pensamientos en este trozo de papel, record obsoleto de las meditaciones de la humanidad actual, lo escucho llorar en la habitación de al lado y su llanto, frío, despiadado, como el de un animal encerrado contra su voluntad, me recuerda el odio y la fuerza del Atlántico y me hiela la sangre.

3 comentarios:

Sonia dijo...

Hoy he vuelto a releerlo, porque de verdad me encanta este relato tuyo.
XD
Me recuerda extrañamente a Dagon, no sé por qué.

Ruth dijo...

Precioso relato.

AnnaRaven dijo...

Grazas ás dúas :)