30 octubre 2011

Nichivo



El puente se recorta sobre un cielo azulado, sin luz, cubierto de ceniza por las nubes que cubren la ciudad. Cada una de sus piedras guarda un misterio, quizá por eso dicen que son innumerables. A la hora indica, las ocho en punto, me agazapo junto a la escalera que da acceso a la pasarela y enciendo un cigarrillo. El intercambio debería ser sencillo pero, como siempre, todo sale mal.
-¡Demonio de tiempo! ¿Dónde ha comprado usted ese magnífico paraguas de temática adolescente? -anuncia, exhibiendo una sonrisa perfecta, de un blanco inmaculado.
-En un bazar chino -me apresuro a responder. No es la primera vez que hago esto así que me mantengo firme, decidida, a sabiendas de que cualquier pregunta puede ser una trampa que descubra mi plan.
-¡No puede ser! -insiste-. Parece de corte alemán, ¿está segura de haberlo comprado en un bazar chino?
-Totalmente.
No voy a perder más tiempo con los preámbulos, la experiencia me dice que tenemos que ir al grano o no habrá forma de sacarlo adelante.
-¿Nos vamos a un lugar un poco más discreto?
-Me parece una idea excelente, la verdad. ¿Qué le parece el Rouge? ¿Demasiado público, acaso? ¿Preferiría un lugar un poco más apartado?
-El Rouge es perfecto, no es demasiado ruidoso y creo que encontraremos una mesa libre. Por cierto... -atajo, dejando que mi caída de párpados suavice mi tono y mis intenciones.
-¿Sí?
-No tienes que tratarme de usted. Por esta vez te lo perdono, pero tendrás que pagar la primera ronda.
Me coloco el clavel en la solapa y giro ciento ochenta grados para dirigirme hacia la cafetería. Empieza a lloviznar, así que dejo que se arrebuje bajo mi paraguas de origen chino. No me mira demasiado, empiezo a pensar que algo va mal, que lo estoy perdiendo.
-No creí que fueses a venir. La situación en la oficina parecía insostenible.
Su silencio, mientras las suelas de nuestros zapatos lamen los húmedos adoquines de una calle peatonal, me atraviesa el pecho como una lanza. Necesito apostar algo más, necesito darle algo más de información para recibir, para entrar en el juego.
-Lo cierto es que las cosas tampoco van demasiado bien para nosotros.
Lo miro de reojo, noto como sus músculos se tensan ligeramente bajo la gabardina camel que se cierra sobre su pecho. Sea como fuere, he despertado su curiosidad.
-¿En serio? -pregunta, titubeando al hacerlo, como si temiese que mis palabras no fuesen más que una trampa, una compleja tela de araña en la que enredar sus preciados dedos.
-En serio. Los últimos movimientos hacen que las cosas vayan de mal en peor. Existe un grave problema de comunicación y, a decir verdad... -suspiro, no es más que una pausa dramática pero necesito que se interese, que me dé pie a seguir con mi historia.
-¿A decir verdad...? -Muerde el anzuelo y me abre la puerta al bar, todo en un único movimiento. Ahora me fijo en sus ojos, son de un azul intenso, inconfundible. La imagen que había recibido por parte de la agencia no le hace justicia, es muchísimo más guapo de lo que pensaba.
-A decir verdad últimamente tenemos la impresión de que no hacemos más que recopilar información que jamás llega a ser utilizada. Que son los de arriba los que nos hacen creer que tenemos cierto libre albedrío cuando, en realidad, todo está decidido de antemano.
Un estirado camarero de peinado a lo garçon nos hace pasear por el pequeño y acogedor local hasta encontrar un reservado coqueto, iluminado con una sencilla vela de olor a vainilla y un ramillete de camelias frescas. Pedimos, los dos un martini, y me muerdo la lengua antes de informar al camarero de que, el mío, lo quiero agitado, no revuelto. Cuando, por fin, se va de nuestro lado, retomamos la conversación, mirando a un lado y a otro, para cerciorarnos de estar a salvo de imprudentes oídos.
-Las cosas era muy distintas antes -continua-, cuando yo empecé en el trabajo. Entonces nos necesitaban, éramos un puente entre dos situaciones de poder. Manteníamos el control y nuestras decisiones no se cuestionaban.
-Por no hablar del sueldo -continué, acentuando mi observación con un dramático suspiro-. Pero será mejor que dejemos a un lado el pasado y nos centremos en el presente y, bueno, quizá, en el futuro -me aventuré a predecir al notar como sus ojos recorrían con marcada parsimonia la perfección de formas bajo la escasa tela de mi escote-. He traído tu libro.
Los dos martinis se posaron sobre la mesa, haciendo que callásemos de nuevo.
-Excelente.
Pronunció su respuesta con un marcado acento de Europa del este. Me gustaba escucharlo, hacía mucho tiempo que no me sentía tan cómoda en una situación así.
En cuanto vio la portada de mi edición de bolsillo de “El sastre de Panamá” se le iluminó la cara y sube que había acertado.
-¿Cómo empezaste?
-¿A qué te refieres? -contestó con el libro entre sus manos, guardándolo en el bolsillo exterior de su gabardina.
-A tu profesión, a lo que te dedicas. ¿Cómo empezaste a hacerlo? No hay una universidad específica para tu trabajo.
Sonrió, llevando la mano a la copa que, por un momento, había considerado abandonar, como había considerado abandonarme.
-No, no la hay. Cursé estudios en filología hispánica y germánica en mi país. Como ves, tengo un acento perfecto, además de otras cualidades. Llegado el momento creyeron que sería capaz de infiltrarme tanto en Alemania como en Holanda con facilidad y, ahora, teniendo en cuenta las negociaciones de nuestros respectivos superiores respecto al tema del gas natural, han vuelto a escogerme a mí.
-¿Gas natural? Creí que eras informático.
-No, no. Para nada. Por eso prefiero los formatos analógicos -con un gesto de genuina satisfacción levantó un poco el libro, mirándome de un modo pícaro y malvado al hacerlo-. ¿Sabes, Elena? Creí que esta cita sería mucho menos interesante.
Por un momento pensé en contarte la verdad. Decirle que no era quién él creía, que había encontrado sus datos en la biblioteca, en un ordenador que habían dejado de usar y había seguido las instrucciones de la agencia matrimonial para encontrarme con él junto al puente, esperando pasar un buen rato con alguien agradable, misterioso y distinto a los hombres que acostumbro conocer. Que, imbuída por el carácter romántico y aventurero de la situación y recordando que tenía que llevar un libro, eso decía tu ficha, trae un clavel rojo y el libro, había parado en una librería de viejo a comprar alguna novela policíaca y que, en esa polvorienta estantería, Le Carré me había convencido. Que era sorprendente ver como, si mis sospechas sobre ti eran ciertas, el espionaje no tenía nada que envidiar a la enseñanza secundaria. De verdad, pensé en contártelo. Pero entonces ya era demasiado tarde, ya me había prendado de tus ojos azules, de tu acento perfecto, de tus labios zaristas, de ese halo de misterio de agente de campo que podría matarme usando tan sólo sus manos y supe que, pasara lo que pasara, en ese momento y para el resto de mis días seguiría siendo tu Elena. Así me presentarías a tus padres, así contarías nuestro primer encuentro en una modesta boda a las orillas del Lena en el que yo, muerta de frío, no dudaba en decirte el sí quiero, acariciando con marcada culpabilidad la cicatriz de bala sobre tu hombro derecho, de una Elena que no supo encontrarte cuando yo lo hice, como yo lo hice, interpretando el beso que me regalabas sobre esa mesa del café Rouge como una afrenta hacia mi país, un incidente diplomático internacional.
Todavía hoy, cuando lo recuerdas, me miras con cierto asombro, casi religioso, moviendo la cabeza en una negación pausada y melancólica que siempre, siempre, me arranca una pequeña sonrisa mientras te escucho decir:
-Sabías todas las respuestas. Todas las respuestas.
-¿Cómo no iba a saberlas si siempre habláis de lo mismo, si siempre os protegéis con los mismos telones de acero que no significan nada?
-Nichivo -repites, dándome la razón como a los niños o a los locos-. Nada.




No hay comentarios: