24 marzo 2012

El Green man


Cuando los días se alargan y empieza a salir el sol, a veces, me siento como otra persona, aunque es posible que decir que me sienta como otra persona no es exacto. Más bien, me siento como yo misma en otros tiempos. En otros tiempos en los que, en general, los días eran más largos y más soleados y el cuerpo, a través de esos ciclos circadianos de los que me habló por primera vez David hace tanto tiempo, te exhorta a hacer cosas como pasear disfrutando de las horas de luz anaranjada que te acarician la puntera de las botas y el cogote, retomar viejos hábitos como los de pasar horas en la biblioteca descubriendo o escribiendo historias o quedar en terrazas abarrotadas con los amigos.
Es posible que todo esto también tenga cierta relación con algún tipo de memoria racial (esto lo podría aclarar mucho mejor Germám, nuestro antropólogo residente).  La necesidad de echar la vista atrás y ver qué es lo que queda y seguir hacia delate o, más bien, entrenar los ojillos miopes para saber qué es realmente lo que se encuentra adelante para poder escoger qué caminos hemos de seguir para llegar a nuestra meta, tiene bastante que ver con la parafernalia ligada al tiempo de Pascua y el resurgir de la vida, de los campos y la luz, siempre a través de la sangre, del sacrificio para un nuevo comienzo. En definitiva, que esperamos la llegada del Hombre Verde.
Aunque sea indiscutiblemente gallega en mi biología, mis raíces, siempre acaban, indiscutiblemente, ligadas a la cultura anglosajona. ¿Qué le voy a hacer? Las señales estaban claras: prefiero el té al café, desde hace años no necesito ningún mapa en Londres, puedo reconocer los acentos más diversos de la isla, me gusta la cerveza tibia, las sesiones de folk en bares oscuros, los domingos vagos que solo sirven para leer el suplemento del periódico y visitar lugares secretos y la comida tradicional británica (léase curry, aunque tampoco le hago ascos a un buen Sunday Roast). Claramente mi país, como dice aquella que se autodenomina abuela amparada por un delirio común de sus allegados. Tanto es así, que el Green man, a mí, me trae numerosos recuerdos. Primero de mis amigos paganos. Recuerdo haberme sorprendido de su extremo nacionalismo religioso pese a que mostrasen una actitud respetuosa y dialogante en nuestras largas conversaciones sobre cultura y religión. Recuerdo su respuesta, invariablemente amable y hospitalaria, compartiendo, siempre, techo y comida con todos aquellos que morábamos su casa en una u otra ocasión. El Green man también me trae recuerdos de Ruth, la psiquiatra-violinista que me enseñó el verdadero significa de la palabra compromiso, o de la combinación de las palabras compromiso y social; una de las pocas personas a las que he visto defender sus valores y sus creencias sin doblegarse ante las tentaciones pecuniarias de la posibilidad de una vida perfectamente acomodada o las sensuales curvas de las facilidades que la tecnología manchada de sangre y regusto a esclavitud infantil pone, día tras día, ante nosotros; de Mark, al que siempre he imaginado corriendo y corriendo y corriendo, parándose, apenas, para mirar atrás y asegurarse de que la herencia de su cultura irlandesa y católica, no era capaz de alcanzarlo, siempre buscando ser el mejor en algo, ser admirado en algo, y siempre pasando por alto la oportunidad de demostrar cuáles son sus cualidades, escondidas, muy, muy adentro, bajo un velo de hooligan de Lancastershire.
De mis recuerdos del pasado, de la yo del pasado que a veces cuela su esencia en mi yo del presente, sobre todo en mis paseos, el Green man trae, a menudo, a Donal. Cuando pienso en Donal nunca llueve y siento el sabor metálico del té de The Pines con una nube de leche caldeándome el paladar. Desde el momento en el que lo conocí, Donal y yo tuvimos una afinidad especial, creo que, en gran medida, acentuada por nuestro amor por los libros. Su habitación era la más bonita de la casa y, con el tiempo, cuando pude asimilar que no volvería a ser suya, fue la mía. Donal me enseñó a proncunicar “caterpillar” y “Siobain” correctamente y, desde el primer día, estuvo cerca, muy cerca (o, si lo preferís, tan cerca como cualquier británico podría estar) en los momentos en los que necesitaba un empujoncito para ir a Fagan´s (el mejor pub del mundo, “where everybody knows your name” como en Cheers) o para hablar con alguno de los parroquianos. Cuando comenzó su viaje, cuando decidió que para encontrarse primero tenía que huir, se convirtió en una suerte de Tio Matt para nosotros. Recuerdo que una primavera, el Green man lo trajo de vuelta. En nuestra bodega, una bodega de varias estancias, frías y húmedas, como todas las bodegas,  junto a unos oxidados grilletes (no preguntéis, ya estaban allí y, recordad, que nuestro casero era la Iglesia Metodista junto a la casa) había un montón de cajas que había dejado atrás. Durante esa visita, las cajas volvieron al salón y, muchas de sus posesiones, principalmente, muchos de sus libros, abandonaron nuestra casa y su vida para ir a parar a tiendas de segunda mano donde pudieran encontrar un buen hogar. Él tan solo se quedó con unos cincuenta del total, que pasaron a ser almacenados en mi-su habitación hasta si siguiente visita.
Con el sol el atardecer entrando por la ventana, sentados sobre la sempiterna moqueta azul, con las piernas cruzadas y una humeante taza de té con leche a nuestro lado, siempre peligrando con caer sobre la moqueta y añadir otra herida de guerra, revisábamos libros, uno por uno, buscando algún apunte perdido y hablábamos de lo divino y de lo humano y, para qué negarlo, muchas veces de música o de Hellboy (lo que, invariablemente, acababa derivando en largas conversaciones sobre Watchmen y la Dama de Hierro). En algún momento de esa tarde, con Martin Hayes sonando en el precario equipo de alta fidelidad del salón, dejamos atrás las anécdotas personales y el aire se volvió un poquito más denso, recuerdo que mis tripas se encogieron un poco y supe que estábamos entrando en uno de “esos” momentos. Esos momentos en los que, todo sigue su curso, pero tú tienes la impresión de que, de repente, has saltado y estás en un trozo de celuloide y todo lo que pasa a tu alrededor, todo lo que haces, lo que ves, lo que escuchas, es trascendental. Todo tiene un valor incalculable y lo recordarás hasta el fin de tus días, porque eso, my friend, is a “shared moment”.  En ese momento hablamos de lo que nos define como personas, de lo que necesitamos para ser nosotros mismos y estar cómodos. Donal, decía, que en el pasado necesitaba sus posesiones para saberse dueño de su destino, necesitaba sentirse rodeado de sus libros, de todos y cada uno de ellos, de su música, de su ropa, de sus paredes y del suelo que siempre le había dado cobijo, para no sentir el vértigo zarandeándolo de un lugar a otro, arrastrando sus entrañas y clavando afiladas uñas de inseguridad dentro de ellas, pero que, con el tiempo, había evolucionado, se sentía más seguro, más dueño de sus actos y reconocía que, con apenas una maleta, podría recoger todo lo que necesitaba y, en el caso de no poder llevar una maleta consigo, le bastaría con una mochila que poder cargar al hombro. Esta idea, popularizada por otras fuentes que, obviamente, no son Donal, me resultó hermosa pero, de algún modo, de otro planeta. ¿Una maleta? ¿Solo una maleta? Bueno, seamos serios, ¿de qué tamaño es esa maleta? Porque si hablamos de tamaño, podría adherirme a semejante reflexión filosófica, ¿puede mi maleta ser del tamaño de mi casa? ¿Se me permitiría esa concesión para mantener bajo control mi “confort zone”?  Acabado el té, la kettle puesta de nuevo, intentamos listar ese número de objetos sin los que nos sentiríamos desnudos, los objetos que no dejaríamos atrás, como decía Yaya, “en el caso de que tu casa estuviese ardiendo” y, dedujimos que, en el caso hipotético de un incendio (tema de candente actualidad, sea cual sea el período histórico, en Inglaterra) , mi única salvación sería adoptar la respuesta que Yaya considera como más apropiada en el libro en el que plantea semejante vicisitud, (respuesta que no citaré por respeto a aquellos que no hayan descubierto esta obra del genio Pratchett, que los spoilers no pedidos no son plato de mi devoción).

Hace tiempo que había archivado esta conversación en uno de los rincones de mi mente, e un cajón soleado y pintado de violeta oscuro, lleno de plantas, libros y ropa tirados por el suelo, de sempiterna moqueta. Hoy, el Green man, me lo ha traído y hoy, entiendo a Donal de un modo distinto y creo que una maleta pequeña me bastaría para salir de ese incendio sabiéndome dueña de quién soy, de lo que soy y de lo que quiero. Martin Hayes acaricia las cuerdas de su violín y el sonido envuelve un salón bastante vacío pero que disfruta de sus espacios libres, el sol entra por la ventana, recuerdo a Donal y me apetece un té.


5 comentarios:

roberto a. rodrigues dijo...

Que bo sería sentar a tomar o té aí. Aínda que eu prefira café e o meu cuato non sexa violeta, senón azul

roberto a. rodrigues dijo...

Onde dixen cuarto quero dicir gabeta. Cousas que pasan

AnnaRaven dijo...

Ese anaquiño da miña memoria é violeta porque era a cor da que tiñamos pintadas as paredes do salón.Aínda que imaxinalo doe un pouco, o resultado era ben xeitoso e agradable, nada chamativo. Era un violeta moi agradable e luminoso :)

germam dijo...

Mais do que memória racial, falaria de sementes no sangue... nom o sei dizer doutro jeito... Lindo post, eu reconheço que sempre quigem ser mais inglês :)

http://trapobana.blogger.com.br/2005_02_01_archive.html#35014465

AnnaRaven dijo...

Sempre nos podemos tomar un delicioso té, Germán.
:)