07 agosto 2007

Callypso

En la ciudad hay muchas leyendas. Si pudiésemos sentarnos en el alfeizar de una de sus múltiples ventanas y ver a la gente pasar, descubriríamos que hay una historia en cada uno de ellos. Esa mujer del pelo corto y ensortijado leva veinte minutos esperando el autobús, está tan absorta en sus pensamientos que todavía no es consciente de que espera en la parada equivocada, la cámara de seguridad del cajero del Banco Nacional delante del que hacen cola más de cuarenta urbanitas, escanea su perfil en 5000x2500 pixels en 3 microsegundos y envía la imagen al centro para la seguridad ciudadana del sector nor-suroeste del distrito 24, el barrio conocido por sus ciudadanos como Hécate. Al margen de la coincidencia con la deidad griega, de la que nadie ha oído hablar durante los últimos siglos, Hécate es el nombre que los rebeldes y criminales graban en los muros y aceras del distrito 24. Desde el monitor del Agente de Seguridad y Protección Ciudadana Alberto Gonzálvez-Makarov la imagen de esta mujer viaja hasta el Edificio Norte, donde tiene uss oficinas el Ministerio del Control de la actividad Ciudadana, entre la 142 y la 312, un juguete electrónico del tamaño de un mosquito muerde el cable de emisión y la amplifica con la intensidad necesaria para que se reciba en un lugar que no existe y del que nadie ha oído hablar.

Así es como empieza la historia, y la imagen digital de esa mujer mirando su reloj por última vez antes de que un ejecutivo la atropelle en un coche de alta velocidad es en lo único que puede pensar Leigh mientras aguanta la respiración escondido en una alcantarilla frente al Calypso. Un hombre de aspecto sureño permanece de pie en el umbral de la puerta, mirando atentamente a los ocho agentes de la WSS que efectúan un exhaustivo y eficiente registro del local. Alrededor de 20 personas tratan de parecer tranquilas aún a sabiendas de que cualquier movimiento en faso podría condenarlos para siempre.

-¿Qué hay aquí?- Pregunta uno de los soldados.

La dueña del Callypso, una belleza de más de 40 primaveras y otras tantas operaciones estéticas que le han brindado la frescura y el glamour de una muñeca de goma enarca una de sus perfectas cejas rubias coronada con una esmeralda implantada en su piel.

-La despensa, Jasón. La misma que la última vez.

El hombre de la puerta da un par de pasos hacia delante, quitándose con parsimonia las gafas de sol. Tiene los ojos castaños, alrededor de su iris dos ruedas metálicas con el aspecto de dos engranajes giran en sentido contrario a las agujas del reloj y su visión se acomoda a los infrarrojos. De acuerdo con lo que ve, Karla debería estar muerta.

-Registradlo de nuevo, pueden estar en cualquier lugar.

Karla se aparta del camino a la despensa con resignación y coge un vaso del frigorífico bajo la barra.

-Karla –comienca a decir el agente Gonzálvez, lider del grupo de intervenciones especiales HADES- Sabemos que vienen a tu local regularmente, nuestras fruentes nos lo han asegurado. Desde hace tres meses- añade mientras ella desenrosca el tapón de una botella de whiskey de 20 años y la inclina hacia el vaso, el licor oscuro lame el cristal con avariciosa rapidez dejando que un último y atrevido empuje sobre su círculo de salida rompa en un húmedo estallido antes de besar el fondo del recipiente - ...

-¿Sí, agente? ... perdón, detective.

-...Será mejor para todos que nos digas dónde están.

Con un hábil giro de muñeca recoge las últimas gotas de la bebida.

-¿Quiénes?

-Hécate y, antes de que se te ocurra volver a comentarlo, no me refiero al lugar en el que estoy.

Karla Mayer se encoge de hombros y devuelve la botella a su lugar en la estantería.

-¿Entonces a qué se refiere?

-Al grupo de terroristas que lleva siete años en esta ciudad, a eso.

-No lo sé, yo sólo tengo este bar detective Gonzálvez, ¿cómo espera que sepa algo así?

-Está limpio, jefe –anuncia Jasón desde la otra habitación.

-Bien, todos fuera.

Antes de abandonar el bar lanza una mirada a la propietaria, que da un sorbo a su bebida.

-Los encontraremos.

Ella se encoge de hombros, dando a entender que el problema no le interesa en absoluto. Poco a poco los clientes se van relajando, volviendo a sus conversaciones y apuestas mientras en la radio suena un blues. Tras las rejas de la alcantarilla Leigh ve como el vehículo de la guarda se aleja, perdiéndose entre el tráfico. Espera un momento para recuperar la respiración y apaciguar su ritmo cardíaco y luego echa a correr.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy lindo tus escritos. Siempre me doy una vueltita para leer un rato.

AnnaRaven dijo...

:)
muchas gracias, anónimo. Y bienvenido.

Anónimo dijo...

A mí, tus relatos siempre me dejan ganas de más. Quiero verte!!

Sonya