27 diciembre 2010

CAPÍTULO 2: EL VUELO DEL FÉNIX

CAPÍTULO 2: EL VUELO DEL FÉNIX


Son las doce de la mañana, e esa hora el mundo parece detenerse para no llegar a ningún final. Las luces de los ordenadores se atenúan y el grueso universitario prefiere abandonar el barco a sucumbir al hambre. La estrella de la fiesta es la caravana de Joe, al otro lado de la carretera.
La ventanita virtual se ilumina con un nuevo mensaje. Thunderbird, ¡qué nombre tan cojonudo para un servidor de correo!
-¿Vienes a comer? - Pregunta Elena.
-No, gracias- mientras espera a su lado ve como comienza a liar uno de sus cigarrillos y siente la boca seca, deseando sucumbir al humo. Aunque no lo ve, es dolorosamente consciente de la carrera que, desde el laboratorio, libran su jefe y el que todavía más manda para compartir sobremesa con la nena nueva- Prefiero comer más tarde, cuando pare de leer. Aún no me he acostumbrado a estos horarios bárbaros.
Cuando la puerta se abre un extraño dibujo animado hace su aparición. Está cubierto de piel pero sus movimientos son erráticos y caóticos, en un devenir arrollador hacia la mesa de Alicia, una cabeza diminuta parece ir continuamente adelantada al cuerpo, ligeramente coronado por el sobrepeso, al que está unida. Por un momento la única explicación científica es que ese cuerpo maltrecho debe su falta de coordinación y estilo al constante momento lineal que propulsa la pelota de rugby blanca que guía sus movimientos. Al detenerse junto a la mesa uno casi se esperaría escuchar el chirriante sonido de los frenos de metal de una locomotora del Oeste. Pese a que afuera están casi a bajo cero viste una camisa hortera de maga corta y sostiene una minúscula billetera sobre el pecho, sujetándola con ambas manos como si se tratase de emular una más que sacrílega imagen del Sagrado Corazón. Sin mediar palabra, esbozando una sonrisa carente de labios y mirando a una y a otra, se balancea sobre la punta de sus pies, embutidos en náuticos pasados de moda.
-¿Quieres algo, Graham?
Sigue mirándolas. Alice se pregunta si esa espera contesta a alguna esperanza de que Elena o ella sean capaces de leer la mente.
-¡Comidita!- Responde con tono y voz infantiles. Consciente de que su rictus puede delatar el asco y la vergüenza ajena que este hombre produce en ella, vuelve su atención al mensaje parpadeante de su gestor de correo. Elena, más paciente y ávida de juegos en la cumbre con hombres que tienen mucho que aprender, toma las riendas de la conversación.


De: Nadie, absolutamente
Tema: A mighty fine predicament

Queridísima Alicia,
Me preguntaba si tendrías a bien compartir conmigo una ligera comida más tarde, abajo en la sala de personal. ¿Digamos a las cuatro y cuarto? Creo que mis últimos descubrimientos pueden ser de tu interés.
Sinceramente,
Tu admirador secreto.


Adjunto al correo un archivo de sonido con título de canción de Free “Tira tu sombrero y quítate los zapatos, sé que no vas a ningún sitio. Corre al pueblo a cantar tu blues, sé que no irás a ningún sitio”.

-¿Holaaaaaaa? -Cabezarugby se interpone entre ella y la pantalla, congelando la traviesa sonrisa de su rostro - ¿Te vienes a comer?
Durante un momento el rostro de Graham se contorsiona en lo que podría ser entendido como un patético intento de parecer mono y vulnerable. La mera idea le da escalofríos.
-No, paso.
-Vengavengavengavengavengavengavengavengavengavenga
-Venga Alice, hace tiempo que no comemos juntos – insiste Elena, poco dispuesta a llevar a cabo esta ordalía por sí misma.
No va a dejarse convencer, esta vez no, empieza a estar harta de todas esas convenciones sociales que no hacen más que cabrearla, de esa gentileza fingida que la lleva a estar rodeada de parásitos sociales en busca de un rayo de luz.
-No, paso. Ya he quedado para comer.
Sin mediar ninguna otra palabra se coloca los cascos y abre su libro de geometría diferencial, dejando que The Who desgrane el secreto de las cónicas y las cuádricas.

“Out here in the fields,
I fight for my meals,
I get my back into my living.

I don´t need to fight
to prove I´m right
I don´t need to be forgiven
yeah, yeah, yeah, yeah, yeah”

A la hora convenida la sala de personal está casi vacía, salvando la presencia de una catedrática de astronomía que, rozando los cuarenta, lucía un bigote salpicado de canas qe haría las delicias de Frida Kahlo y sostiene una taza de porexpan a rebosar de humeante té manchado con leche entera. Sus pies calzados con sandalias sin calcetines le hacen pensar en que algo en se pais no puede funcionar bien para que sus habitantes no sean capaces de experimentar las sensaciones térmicas de frío y calor.
-¡Buenas tardes! -anuncia triunfal hacia la recién llegada, girándose para mirarla de arriba a abajo. Esa cordialidad inicial se torna en frialdad con la misma rapidez con la que retoma su posición en la tercera mesita de la estancia, la más cercana al microondas. Alicia sabe que lo hace porque ella no es de su clan, no es una de esas criaturas afanadas en descubrir los designios de un Dios caprichoso a través de números que etiqueten cuerpos planetarios. Es más, en más de una ocasión ha manifestado abiertamente y ante la cara de asombro de la experta celeste su poca convicción en la materia oscura. En otras palabras que no se lo traga, que no vale eso de inventarse una masa indeterminada que aparezca y desaparezca como el Guadiana solo porque no puedes explicar algo. Obviamente sus opiniones no fueron demasiado bien recibidas y ahora su presencia es tan valorada como la de las ratas en época de peste. No importa, por lo menos ella parece una mujer y no un conglomerado de materia orgánica vagamente femenino gracias a la presencia de sendas ubres en la zona superior del torso.
Dados sus anteriores encuentros está segura de que no puede ser su admirador secreto pero, por si acaso, le echa una última furtiva mirada y, tras asegurarse de que su atención sigue unida a las últimas publicaciones de interés científico, se sirve un café caliente y busca algo que hacer mientras espera.
Algo que hacer podría ser contar las notas de la ajada moqueta o sumergir las tazas de té en agua con sal para librarlas de esas manchas marrones persistentes cual pecado original. Los periódicos sobre la mesa pierden su rentabilidad después del mediodía, ahora los crucigramas y sudokus yacen mancillados por laceraciones en tinta azul. En ocasiones se pregunta el por qué de la predilección de los científicos por la tinta azul y las hojas rayadas, pero probablemente se deba a una tradición incomprensible que aporte mayor rigor a cualquier tipo de conclusiones o toma de datos. Sus cuadernos de laboratorio suponen un insulto en negro y jor, desde el punto de vista de su jefe, caóticos y desordenados. Cada vez que se lo repetía ella cogía un boli verde de administración y elaboraba un guión de todo lo que había en el cuaderno. Ya tenía veintidós , la entrada más repetida era “interpretación incorrecta de los datos analizados. Ver entrada siguiente”.
Tras el segundo sorbo de café, la puerta se abrió de nuevo y George la saludó desde el quicio. Tenía un aspecto ligeramente ratonil. George era el compañero de piso de la única persona digna de su respeto en el departamenteo, Sofía. Los dos eran griegos pero Georges se había anglilizado el nombre nada más llegar a la Isla. Tendría unos treinta y cinco pero era dolorosamente consciente de que le quedaba mucho por vivir antes de sentar la cabeza. A su madre le hubiera parecido un jetas y un vividor, pero a Alicia, ese desparpajo mediterráneo suyo, esa capa de prepotencia de sabor a sal y a luz sobre su piel y esa voz ronca de sátiro indomable le parecían encantadoras.
-Buenas tardes -canturreaba con su cerradísimo acento ateniense, poco antes de sentarse frente a ella con una taza de té y un sandwich de pollo entre sus manos.
-Buenas tardes, George. ¿Almorzando?
Un brillo de picardía le iluminaba los ojos. Sabía algo, algo que deseaba compartir con ella pero que no haría hasta que estuviesen a salvo de oídos y miradas curiosas. Llevaba un destartalado jersey de lana, probablemente lo primero que hubiese encontrado en su armario esa mañana. ¿Sería George su admirador secreto? Desde luego estaba en el lugar adecuado en el momento preciso y su comportamiento daba a entender que sabía algo. Aunque no trabajaban en el mismo proyecto sí que compartían disciplina, podría ser. La idea de un encuentro clandestino con él hacía que se sintiese importante y, al mismo tiempo, estúpida. Pese a la satisfacción personal que le anticipaba la posibilidad de sentirse necesitada por un hombre como él, un hombre maduro, impertinente y sagaz, también despreciaba caer en las redes de lo común, de lo que todos adoraban y a todos atraía. ¿Era ella acaso una más de esas mujeres que se ven atraídas por la norma? ¿Era una marca más en un cinturón de balas de un moderno Cassanova con aspecto endeble y labia de poeta?
Empleó lo que parecía una eternidad fantaseando con la idea de amanecer en una cama doble, en la que ya había dormido en soledad durante los viajes de George al continente, esta vez acompañada. Sin apenas esfuerzo pudo imaginarse la luz mortecina del sol de la Reina recuperar sus fuerzas al atravesar las cortinas amarillentas de la habitación para posarse sobre los lomos de cinco libros alineados junto a una pequeña cadena musical en la que los Smith tenían su perpetua morada. La sutil penumbra en la que quedaba el escritorio, presidido por un enorme espejo en el que se adivinaba la figura de George, durmiendo a su lado. El eterno silencio ahogando sus respiraciones al tiempo que cinco pasos indiscretos bajaban de la habitación del ático, rompiendo el embrujo del momento. Como si de una extraña premonición se tratase, George, instantáneamente perdió todo atractivo sexual. No merecía la pena caer tan bajo ante los ojos de Sofía por un polvo de una noche con el que, probablemente, fuese un amante excepcional.
-¿He dicho algo malo?
-¡Pero si no he dicho nada!
-Ya lo sé, pero de pronto has puesto una cara de horror bastante impresionante. Sabes que si molesto me lo puedes decir a la cara.
En realidad no lo decía en serio, no podría decírselo a la cara sin insultarlo; George era bastante susceptible.
-No, no era eso, estaba pensando en los experimentos de la semana que viene.
-Bufff -se recostó en la vieja silla azul, la única que conservaba ambos brazos envueltos en espuma barata. -¿Ya tienes las muestras?
Alicia dirigía esquivas miradas hacia la puerta, esperando a que alguien más, quien fuera, apareciese y desmintiese sus temores.
-No, tengo tiempo. Vendré el fin de semana, trabajo mejor cuando estoy sola.
George asentía, no podía evitar encontrar la situación divertida. Recordaba los primeros días de Alicia en el departamenteo, su fuerza, sus ganas de comerse el mundo y su impecable organización dignas de una alemana de libro.
-¿De qué te ríes?
-Antes te gustaba trabajar con gente.
-Antes no había un ordenador en la sala de cromo que el capullo de Jon Waters usase para poner a Britney Spears a toda pastilla.
-Puedes llevarte auriculares.
-Estás de coña, ¿no?
George enarcó las cejas, dando a entender que no comprendía lo erróneo de su formulación.
-La última vez que bajé al laboratorio con cascos Graham vino a buscarme y, como no le oía, se pasó casi diez minutos diciéndome barbaridades. ¡Fui la comidilla del departamento durante tres semanas!
Lo único redentor de la carcajada en la que estalló George al escuchar de nuevo aquella anécdota que tan bien conocía fue que casi se atragantó con un trozo de pollo.
-¡Por no hablar de tu primera semana en la oficina! ¿Te acuerdas? Enchufaste los auriculares a la toma del micro y pusiste la música a tope porque casi no la oías. ¡Estos ingleses! No me explico cómo ocho personas pueden aguantar los grandes éxitos de la Velvet sin decir nada sólo por ser amables. ¡Seguro que todavía creen que eres idiotas!
Respiró hondo. Claramente George estaba jugándosela. Es cierto que había entrado en la oficina con mal pie pero había sabido jugar sus cartas. Ahora la respetaba. Era un poco rara y una borde pero la respetaban. El incidente de la Velvet estaba olvidado, apenas se lo recordaban en las cenas de grupo, una vez embriagados por el alcohol, y siempre en tono jocoso y distendido. Estaba olvidado, estaba segura de eso.
-Por lo menos yo vengo a la oficina todos los dos días – respondió con un punto de orgullo herido y cierta dosis de mala leche.
-Vamos, vamos, no te enfades. Sabes que estoy bromeando. ¿Vas con Graham y Elena?
-Sí, los tres tenemos experimentos que realizar.
-Vaya- Siguió comiendo en silencio. Era obvio que no quería hablar allí y el hecho de que una horda de astrónomos irrumpiese en la sala no iba a ayudar a que rompiese su silencio. Le gustase o no tenía que aceptarlo, George era el que había mandado el misterioso e-mail.

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