29 enero 2011

Capítulo 3: Peligrosamente unidos (inacabado)

 
PELIGROSAMENTE JUNTOS

Al volver a la oficina le habían entrado ganas de gritar o de accionar la alarma contra incendios. Todo, absolutamente todo, permanecía igual, como si las personas que la poblaban fuesen vainas vacías, una especie de invasión de los ultracuerpos hecha carne de la mano de alienígenas especialmente aburridos. Elena acababa de llegar de su almuerzo de tres horas, uno de los pocos que probablemente no hubiese recordado a la obra de Burroughes. Tenía el pelo alborotado y húmedo, como si impertinente chaparrón la hubiese calado a puertas del departamento, y los labios pulcramente perfilados con gloss rosa. Venía con ganas de hablar pero Alicia consiguió deshacerse de ella fungiendo un interés falso en su apasionante libro de geometría, afrente que se saldaría más tarde con un par de cervezas.
La conversación con Geroge había avivado su curiosidad. Se notaba nerviosa, inquieta, con un nudo de vacío en el estómago que la visitaba como un viejo amigo. Uno de esos molestos compañeros del instituto que te reconoce por la calle y camina a tu encuentro esgrimiendo una patética sonrisa y cinco arrugas en la frente como únicas credenciales, mientras aguarda que lo reconozcas como una de las mejores cosas que te ha pasado en la vida. El nudo de vacío en el estómago no era una buena señal, ni una buena compañía. Mientras fijaba la vista en las sinuosas curvas de una integral doble, recordaba situaciones anteriores en las que había sentido ese nudo en su estómago. Las primeras habían sido de muy joven, de muy pequeña habría dicho entonces, normalmente asociadas a la pérdida de algo querido.
En concreto, creía recordar con relativa objetividad, la primera visita de ese eterno vacío que se instalaría en su vientre para reclamar su atención en ocasiones especiales y fiestas de guardar. Era muy pequeña. En su recuerdo, cuidadosamente clasificado en un jaón de sastre, etiquetado como “memorias de infancia” su perspectiva se encogía y sentía que estaba viendo el mundo a través de binoculares de aumento con lente de ojo de pez. En esos recuerdos confusos siempre tenía una edad indeterminada y las estaciones, los días y los meses, no tenían sentido alguno. Puede que los más selectos y elaborados estuvieran ligados a alguna vaga referencia temporal como “antes del colegio” o “a la hora de comer” pero la mayoría tenían lugar en ese limbo onírico que constituía la sala de estar del piso de los abuelos. Un lugar eterno, inmutable a través de los años, oscuro pese al brillante sol que pugnaba por penetrar a través de los cristales de un inmenso balcón repleto de plantas tristes en una cárcel de hormigón y reja oxidada. En ese escenario de muebles marrón oscuro, la esencia del marrón oscuro, y adornos florales granates salpicados de cuero sintético, era imposible tener una imagen clara de lo que pasaba a su alrededor, de modo que los binoculares sólo enfocaban a la imagen central, diluyendo el fondo en una continua niebla de olvido.
El primer recuerdo nunca tiene contexto, sólo clímax, y esa explosión se desenvuelve en el largo pasillo, frío y húmedo, que desemboca en la sala. Un pasillo sin fin, recorrido con la angustiosa prisa de una niña pequeña que siente frío en las manos y la ardiente presión de llamas vivas sobre su cuello. No sabe lo que es, pero algo oscila en su garganta y escucha al viento en su interior. Su boca tiene sabor, tiene miedo y no le gusta, pero cree que todo acabará al cruzar el umbral a la sala oscura, así que sigue corriendo hacia ella, hacia la única salvación y protección que conoce. Al entrar, criaturas antropomórficas de gargantuescas dimensiones la escrutan con sus indiferentes miradas, sin que sus labios dejen de moverse. Una capa de agua salada cubre el mundo, lo torna borroso y más confuso de lo habitual, mezclando el dolor del desamparo, que nunca se irá, y el físico ardor de la vaina de un boli bic naranja, empuñada por un desconocido, que baja una y otra vez, con fuerza, trazando senderos de rabia encarnada sobre su cuello y su espalda.
Nada.
En silencio la miran durante apenas un segundo para abandonarla a su suerte mientras vuelven a sus insulsas conversaciones. Es entonces cuando el vacío se apodera de sus entrañas y, sin saberlo, conoce el significado de otra de esas confusas palabras que ha escuchado en la televisión: abandono.
Como en todos los recuerdos lejanos el tiempo carece de significado y pronto el niño del boli bic se desvanece. ahora es su madre la que revisa sus heridas mientras la abuela, que había de ser cuidadora, explica que no sabía nada de ellas, que ha pasado la tarde jugando con otro niño, que es débil, que ya se sabe que ella nunca se defiende, que podría haberle pasado en cualquier momento. Ella calla, de pie en medio de esa salita, calla y la escucha. Sus ojos castaños de botón la miran de un modo inteligente, recordando cada una de sus palabras, cada una de esas hipócritas excusas que espera que olvide, como tantos otros momentos de la niñez, consciente de su error pero sin atisbo de culpa. Ante la reprobatoria mirada de su madre parece retroceder. Como si temiese estar en problemas, una pequeña inflexión en el tono de su voz le da la llave para parecer preocupada por la niña. En su cabeza, la pequeña, no encuentra palabras, desconoce cómo expresar la rabia, el dolor, la decepción de haber sido tratada como una posesión que exhibir en las mentiras de alguien que ha traicionado su confianza. Perdida en sonidos que no comprende, tan sólo puede apretar los puños y pensar con todas sus fuerzas… “mala”.

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