
A los dos días alguien llamó a la puerta. Las palabras ondeaban al viento, todavía empapadas con esencia de ruibarbo, pero los sentimientos eran menos testarudos y muchísimo más incautos, así que pare ellos el pasado de a penas dos, tres, quizá seis, meses se había convertido en una larga vida de añoranzas sin apenas pesares, y danzaban alegremente alrededor de los pies del joven soñador. Él mantenía la esperanza, la había encerrado en un pequeño bote de mermelada de arándano y cada día la sacaba un ratito al alfeizar de la ventana para que bebiese de los rayos del sol. Luego la guardaba en la anaranjada bolsa de cuadernos de la que rara vez se separaba.
El cartero le sonreía al otro lado del umbral, ofreciéndole un pequeño paquete con una mano y un pequeño portafolios con un recibo en la otra. El paquete latía descompasadamente sin embargo, jamás habría necesitado de esa pista para saber que era su corazón. Mirándolo con desaliento tomó el impreso que le ofrecían, ahora a regañadientes, y marcó la casilla “devolver al remitente. Motivo: el destinatario ya no vive en esta dirección”.
Lentamente volvió a su ático, sentándose de nuevo entre sus mascotas y sirviéndose una taza de té. Sabía que había podido engañar una vez más al destino, tan sólo esperaba que el tiempo robado fuese el suficiente para que se secasen sus palabras.
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